En octubre de 1958 una joven se presenta en el Departamento de Psiquiatría de la Universidad de California en Los Ángeles. La reciben los doctores Stoller, Garfinkel y Rosen, un equipo integrado por un psiquiatra, un sociólogo y un psicólogo que investigan “la intersexualidad” y “la disforia de género” (Garfinkel, 1967: 116-185). De la joven, que acaba de cumplir diecinueve años, se dice en el
informe médico que es “blanca” y que “trabaja como secretaria en una compañía de seguros.” El informe agrega: “Tiene un aspecto femenino convincente. Es alto, fina y de formas femeninas […]
Tiene genitales masculinos y un pene de desarrollo normal, así como caracteres secundarios del sexo femenino: busto mediano; no desarrolló vello en el rostro ni en el cuerpo.” Sin embargo, si la joven parece colmar las expectativas taxonómicas de los tres hombres, es ante todo porque no presenta signos de “desviación sexual”, de travestismo o de homosexualidad: “No tiene nada que pueda diferenciarla de una joven de su edad. Tiene un tono de voz agudo, no usa la vestimenta exhibicionista y de mal gusto que caracteriza a travestis y hombres con problemas de identificación sexual.” La condición de posibilidad del futuro diagnóstico de género es ante todo esa constatación de normalidad en términos
de raza (“blanca”), de clase (“trabaja”) y de sexualidad (“no es travesti ni homosexual”). Todo diagnóstico depende de una división previa entre penalidad y terapia, entre perversión y enfermedad
(Foucault, 1975: 29). Una vez que se saca al cuerpo del campo de la patología social o moral es posible instrumentar las técnicas médicas (performativas, hormonales, quirúrgicas…) para ayudar a la naturaleza […]