Querida Simone de Beauvoir, sé cuánto estimabas la escritura de cartas y cuánto placer te proporcionaba esperar y recibir una con buenas noticias de algún remitente cercano a ti. Sé además, como interpretante de tus anhelos escriturales, todo lo que esperabas que dichos escritos guardaran para la posteridad. Cordón escriturario, al decir de Angel Rama (47), las epístolas atestiguan ese otro tiempo en que el pasado tuvo lugar. Guardar, atesorar estas escrituras que parecieran quedarse prendadas en un presente dilatado, tanto, que dura hasta que las manos reciben aquellas hojas, páginas en las que se deslizan los trazos pintados de las palabras que aluden a lo que ocurrió, aquello permanecerá como huella indeleble. En tus cartas, las duraciones se quedaban pegadas al anhelo de contarlo todo. Contar el cotidiano, los sueños y anhelos del porvenir, las preocupaciones del presente de la escritura, las tribulaciones de la vida diaria en sus minutos, los encuentros, las alteraciones de lo programado. Atrapar esos segundos. Un lazo escriturario para no sentir la soledad de manera tan abrupta: una compañía, un desahogo. Esa ‘intimidad de la ausencia’ (Violi, 87) se abriría, generosa, siempre desde tu pequeña pluma estilográfica de color rojo brillante, Parquer 51. Por fortuna, esta labor no quedaría guardada bajo siete llaves, se expandiría para integrar las torres de libros (otra Babel), palabras ideadas por ti que hoy tomamos en nuestras manos de mujeres latinoamericanas. […]