Durante años se ha supuesto –sin hacer demasiadas preguntas– que existiría un punto de unión indivisible entre el feminismo y las mujeres, o más bien entre las prácticas y las políticas feministas y el hecho de ser mujer, como si ambas categorías, sobre todo la de mujer, existieran más allá de todas las demás estructuras que nombran, norman y jerarquizan el mundo. Sin embargo, sabemos que para el caso especifico de las identidades y las estructuras sexo-genéricas, aquello que observamos como cierto e irreductible, es decir, como lo natural, es en realidad una construcción simbólica muy bien articulada, generada y reforzada por tecnologías biopolíticas y de control, que actúan atravesando todos los cuerpos y las estructuras simbólicas que encuentran a su paso. […]