Nada más lejos de nosotras que las plantaciones del Sur estadounidense, en las que las blancas tenían doce hijos que eran cuidados por esclavas negras, cuyos hijos a su vez se convertían en esclavos. Nada más lejos, seguramente, que las maternidades del tiempo en que aún no se había extendido el control de la natalidad, y las mujeres del campo trabajaban y criaban al ritmo de las cosechas. Allá lejos queda también la primera industrialización y las condiciones en las que trabajadoras en talleres y fábricas se convertían en madres, sin la más mínima
profilaxis entre embarazo, parto y siguiente embarazo. Incluso quizá se puedan considerar antepasadas aquellas sufridas mujeres de la mitad del siglo xx que, dejando a medias cualquier proyecto vital, se encerraban como orquídeas entre electrodomésticos cromados, criando a la parejita de hijos mientras el
marido trabajaba en la gran ciudad.
Algunas de las estampas anteriores igual nos suenan de otro planeta, tanto parece haber avanzado la «liberación» de las mujeres en los últimos cincuenta años. Casi podríamos creer, con la información ambiental, que las mujeres disponemos de capacidad de decisión con respecto a nuestros cuerpos, que manejamos nuestros ciclos y sabemos sortear los periodos de fertilidad, que decidimos cuándo tener hijos y cuántos, ¡que es madre quien quiere! En comparación con las generaciones precedentes, manejamos información abundante en foros, páginas médicas y libros expertos, hasta el punto de que nos podemos llegar a sentir soberanas de nuestras maternidades. En apariencia […]
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