Terminamos de ver una película de «temática gay» (todavía quedan algunas de este género, aunque cada vez menos). Tiene final feliz. No nos quejamos; antes veíamos películas y, si los gays aparecíamos en escena, estábamos relacionados con la
decadencia moral, moríamos víctimas de la violencia o de las complicaciones del VIH/Sida o teníamos una existencia insoportable que nos llevaba al suicidio. En tales representaciones rara vez teníamos pareja; excepcionalmente conocíamos algo ligado a la felicidad o al éxito. E insistimos, eso si es que llegábamos a aparecer. Ahora aparecemos más a menudo1, lo cual nos obliga también a preguntarnos acerca del modo
como aparecemos, o si se quiere, del modo como reconocemos un final feliz. En el porno gay este reconocimiento es fácil (en el hetero, imaginamos que también): todo acaba con el esperado cumshot. Pero, ¿y en una narrativa más amplia de lo gay, motivo
de series y películas de temática gay? Queremos decir que aunque nos estamos preguntando por los relatos que expresan las representaciones fílmicas, también nos inquieta cómo reconocemos que alguien que se autodefine como «gay» (puto, marica, trolo, joto, o cómo se llame) está «bien»; es decir, cómo sabemos que tiene éxito en su vida, qué indicios hay de que vive un prolongado «final feliz». No parece apresurado pensar que el final no es tan final, o que nunca llega a serlo completamente, y que solo adquiere apariencia de estabilidad a través de una repetición, lo cual supone un riesgo de fracaso persistente. En otras palabras, el éxito parece obedecer a una dinámica
performativa (Butler, 2005; 2007) […]
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